Las razas no arribaron solas. Traían sus propias nostalgias, sus tradiciones culturales, sus idiomas, recuerdos imborrables de otros sitios, sus mitos antiguos y/o medievales forjados en distantes territorios, desde aquellos de Mongolia, de los visires, de los vikingos o de Atila. Traían también sus instrumentos musicales fabricados en talleres artesanales centenarios y sus variadas herramientas de trabajo. Los blancos trajeron el padre —símbolo del joropo-: el caballo —noble mirada, fuerza y obediencia— y buscando El Dorado, lo sembraron en el Llano, Diego de Ordaz (1.531), Alonso Herrera, Spira, Federmán, Quesada 1569 y 1542 (Hernán), Hutten, 50 o 60 años, después de la epopeya invasora de finales del siglo XV; llevaron también el ganado de ahí el San Martinero-; los blancos, "los quesadas" trajeron al Llano miles de chibchas, guitarras que volvimos en Colombia, tiples y cuatros; vinieron con sus bandurrias que volvimos en el Llano bandolas pin-pon y luego bandolas llaneras; dejaron el bandolin que se transfirió y adoptó sin cambio al igual que el arpa, a las formas melódicas y armónicas de la naciente cultura mestiza de sabana; la maraca indígena viajó al campesino mestizo del Llano, para relatar con sus propios sonidos secos el baile del caballo, baile que luego fueron de los pies más rudos y sensibles.
Los jesuitas llevaron el ganado a Casanare —de ahí el Casanareño— y construyeron enormes y prósperas haciendas, verdaderos hatos, —siglos XVII y XVIII— con sus leyes y normas surgidas de un equilibrio natural basado en el trabajo, en la educación cristiana que practicaron a favor de los menesterosos. La explotación del trabajo indígena se efectuó bajo argumentos feudales no inquisidores. Comprendieron la vocación natural del aborigen al trabajo comunitario. Fueron los únicos en la Nueva Granada. Su progreso económico ofuscó al Virreinato. Las canciones españolas aragonesas, castellanas o andaluzas dejaron sus sombras, sombras solamente. El idioma, la religión y los hábitos alimenticios blancos, los tomó el criollo, lo mezcló con lo mejor posible del aborigen, lo conjugó con la profunda y rica fuente negra y los adoptó a su realidad productiva, a la verdad de su suelo y de sus aguas, y así edificó otro régimen vital, el suyo, el propio. Logró así vestigios marcados de identidad que se afirmarán de la mano del joropo que se esboza -rítmico aún infantil, a fines del siglo XVIII. Al correr el tiempo, en las noches frías, en los días cálidos, con tormentas o sin ellas, el joropo definirá su rumbo. En sus letras quedará para siempre el romance castellano.
Durante los primeros momentos de la cultura popular llanera; los acentos españoles amamantaron el proceso germinal, sumadas a las luces indígenas que en las "reducciones" o haciendas de los jesuitas, en horas de contacto inter e intra-racial, maduraron aportes que, sin percibirlo siquiera, florecieron en los rostros y almas criollas cuya evolución trascendental continuó en el conuco, en la sabana, en los hatos, después de la expulsión de los jesuitas —1.767— pasada la mitad del siglo de los comuneros, unísono con su lucha reivindicativa con la cual los llaneros entregaron su destreza de centauros y lanceros, de valor increíble y habilidad ecuestre no conocida en la cordillera. Y fue en los hatos llaneros, en tiempos de aquella formidable economía de los hijos de Loyola, donde el aporte negro, Orinoco y Meta arriba, extendió los brazos del litoral caribe y cosechó criollos, zambos, llaneros negros arawak como el achagua, y el piapoco, llaneros aborigenes desde siempre. Por ello aparece el cachacero o guahibo, en la confluencia de la nacionalidad, reflejada en las Cuadrillas de San Martín, el pueblo más tradicional y antiguo de los Llanos, centro comercial de la colonia hacia el interior del país. Los criollos andinos hijos del mestizaje del blanco con chibcha, entrarán al Llano a finales del siglo XVIII y se asentarán en suelos sin fronteras y arraigarse para siempre, fundar hatos y pueblos. Su sentimiento entregará algunas fuentes al proceso y lo continuará efectuando con posterioridad en las migraciones permanentes hacia los planos y poco poblados de los Llanos.
Pero ni el rudo torbellino de los Andes, ni la nostálgica cantera el bambuco, mellarán un poco, la sólida estructura del joropo surgida del caney y la caballeriza, amamantada en la sabana y cuajada en la fiesta criolla del parrando o la fiesta pueblerina.
Por ello el joropo no se crió de torbellino, como tampoco los ecos del "cante jondo" Andaluz —como se cree y se pregona-. son sus progenitores. Nada tienen que ver las sevillanas, de corte romántico renacentista, las "seguiriyas" flamencas, con un pasaje o un pajarillo y menos con el "escubillado" compañero de una llanera. Acá el zapateo pata al suelo o cotiza es casco de caballo, relinchar de potra en celo, arranque de potro coleador. Allá el ritmo responde a herencias moras, a giros gitanos, venidos de tiempos remotos y lugares árabes desconocidos. Acá es ritmo de caballo, tarea de la vaquería, jornada sabanera.
Por ello el joropo no se crió de torbellino, como tampoco los ecos del "cante jondo" Andaluz —como se cree y se pregona-. son sus progenitores. Nada tienen que ver las sevillanas, de corte romántico renacentista, las "seguiriyas" flamencas, con un pasaje o un pajarillo y menos con el "escubillado" compañero de una llanera. Acá el zapateo pata al suelo o cotiza es casco de caballo, relinchar de potra en celo, arranque de potro coleador. Allá el ritmo responde a herencias moras, a giros gitanos, venidos de tiempos remotos y lugares árabes desconocidos. Acá es ritmo de caballo, tarea de la vaquería, jornada sabanera.